La Vida Humana a Través del Cine Sección dirigida por Gloria Mª Tomás y Garrido Catedrática de Bioética. UCAM. Murcia. |
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A finales de 1999 brillaron con luz propia tres obras excepcionales en las pantallas españolas: Los niños del Paraíso, del iraní Majid Majidi, que compitió con La vida es bella por el Oscar a la Mejor Película Extranjera; Hoy empieza todo, del famoso cineasta Bertrand Tavernier; y La vendedora de rosas, de Victor Gaviria. Las tres giran en torno al fascinante pero tremendo mundo de los niños, concretamente indagando en su dolor. Sin duda los niños son las grandes víctimas de la historia. Sufren las guerras, el desamor y el hambre como nadie. Y no tienen voz. Su única arma es la mirada, clara y profunda, de la inocencia inteligente, de la pregunta sin fondo, la mirada genuina del corazón humano. Por eso algunos de los mejores planos de la historia del cine son los que están invadidos por esos ojos que llevan dentro todo el dolor y toda la esperanza del mundo. ¿Cómo olvidar el rostro luminoso de Marcelino Pan y Vino (Ladislao Vadja 1954), testimonio de un agradecimiento libre y lleno de afecto, pero también de la nostalgia amorosa de una madre? ¿Y las pupilas mendigas y humildes de El Chico, (Chaplin, 1921) o la mirada melancólica e ilusionada de Giosué, de La vida es bella (Roberto Benigni, 1998)? ¿Y qué decir de la decepción que experimenta Javi, el protagonista de Secretos del corazón (Montxo Armendáriz, 1997), ante el adulto mundo de la mentira? ¿O del nacimiento de la rabia en Moncho, el alumno tímido de La lengua de las mariposas (José Luis Cuerda, 1999)? El rigor del moralismo amarga el rostro de Alexander, en Fanny y Alexander (Ingmar Bergman, 1982); y la orfandad urge el gesto de Josué, el chico brutalmente desposeído de su madre y de todo en la Estación Central de Brasil (Walter Salles, 1998). También nos conmueven los ojillos vivos y apasionados de los paupérrimos Niños del Paraíso, y la mirada solidaria y humillada de Bruno, víctima indirecta de El ladrón de bicicletas (Victorio de Sica, 1948), auténtico héroe trágico, de altura ética incontestable. Y el misterio del dolor y de la cruz, que atraviesan sin misericordia las entrañas del niño berlinés de Alemania año cero (Roberto Rosellini, 1947), o la infancia truncada de Antonie Doinel, en Los cuatrocientos golpes (François Truffaut, 1959). A sabiendas que quedan muchas obras en el tintero, nos vamos a detener en esta ocasión, en el trato de un profesor con sus alumnos casi niños o en el comienzo de la adolescencia. Antes de entrar en la sinopsis de la película conviene reflexionar sobre algunas cuestiones de interés para nuestros protagonistas. Porque ante esas cuestiones a veces sólo nos enfrentamos los adultos, y puede llegarse tarde. Hace falta ofrecer recursos éticos y bioéticos que ayuden a los más jóvenes a enfrentarse personalmente con lo que la sociedad les presenta y sepan acertar. Depende de los adultos que los niños y jóvenes descubran el gusto por lo arduo, el sentido de la disciplina, la valentía de la honradez y la alegría del altruismo. Cosas que integran vivir ética y magnánimamente. Todo esto es importante dado que, desde hace varias décadas, el valor de la vida humana está sufriendo una especie de eclipse. "Nuestras tinieblas son las luces del diablo", explicitará C.S. Lewis[1], en tanto que la ofuscación nos viene no sólo desde nosotros mismos, sino también desde fuera. Encontrar nuevos modos de respetar y defender nuestra propia vida y la de los demás es un reto importante. La persona humana, junto con su excedencia de ser y sus posibilidades de infinito, de autorrealización, está atravesada de indigencia, lleva en sí su autodestrucción. Los deberes del hombre, en cuanto hombre, para lograr los bienes a los que aspira y luchar contra los males que le acechan son parte del descubrimiento de su propia e irrenunciable realidad y deberían conducir a la primacía del orden moral sobre todos los demás. Frente a metas particulares el fin propio de la persona se halla de antemano en nosotros como aquella suprema aspiración constitutiva que tradicionalmente se ha traducido como felicidad[2]. Por ello, la aportación decisiva que el hombre hace a la historia es la realización del bien moral[3], que es la búsqueda y el hallazgo del auténtico y verdadero gozo humano. El modelo de perfecta felicidad que cada uno lleva dentro de sí nos impulsar a un "estar buscando", un continuo "estar anticipándose". Existencialmente la persona se dirige hacia ese camino infinito bajo condiciones de finitud: en la vida humana indefectiblemente aparece el dolor, la insatisfacción. Es en este clima donde la ética, como ciencia de los fines y de los medios, orienta el caminar humano. Y es de vital importancia que los padres y educadores lo consideren en su relación con los pequeños. No es la ética una elaboración de la razón en el vacío, sino una elaboración de la razón con datos, a veces independientes de nuestro pensar y de nuestro querer, otras veces, incompletos por nuestra propia capacidad. Por ello anhelamos modelos y ayudas; necesitamos testigos, maestros que nos sirvan y estimulen como paradigmas del actuar humano. Algunos de estos maestros pueden encontrarse en el cine. Lógicamente, esa necesidad es más esencial cuando se es niño. Desde esta orientación, la ética -y también la bioética en tanto que incide en la corporalidad humana- crea puentes entre tradición y progreso, teoría y práctica, ley y vida, técnica y humanidad. Por ello, interesa centrarse en películas en las que se aprehende el pensamiento poético, que une lo que parece que no se puede unir –lo paradójico- y que convierte el arte cinematográfico en una forma adecuada de expresar las ideas y los sentimientos. Obras en las que el espectador experimenta una conmoción profunda, purificadora; como si al contemplarla, se tomase conciencia de los mejores aspectos de nuestro ser, que se explayan. Se ha dicho que el cine es un producto síntesis: recoge en sus imágenes la tradición pictórica, plástica y teatral del pasado; integra los logros sonoros de la radio, los luminosos de la fotografía, los verbales de la literatura y del teatro, y el encanto de la música. Desde esta visión, en lugar del séptimo arte se podría afirmar que es el compendio de todas ellas. El cine puede pretender la profundidad de la poesía, lograr la imagen estática de la pintura, simular las tres dimensiones de la escultura, establecer el hábitat de la arquitectura a través de la recreación de escenarios materiales y humanos, mostrar el diálogo de la novela y el movimiento del teatro. Estamos ante una de las modalidades artísticas más influyentes. Por todo ello, el cine también parece un vehículo adecuado y actualizado para el perfeccionamiento del conocimiento ético y bioético, puede ser un reproductor fiel y fascinante de la vida humana en todas sus facetas. El cine nunca nos podrá contar la verdad completa sobre nosotros mismos, sin embargo, sí que le podemos exigir que no nos oculte nada sobre nosotros mismos y por ese trecho se ha metido el último cine europeo[4]. [1] C.S. LEWIS, El diablo propone un brindis, RIALP, 1993, 25 [2] R. SPAEMANN, Felicidad y Benevolencia, Rialp, 1991, 37 y 107 [3] CAFFARRA, C. Vivir en Cristo. EUNSA, 1988, 157 y 177 [4] J. GRENADIER, Calibán, II-2002 |
Película a Debate: Profesor Lazhar Junto a la sencillez de pasar un buen rato, puede ser también el encuentro con las personas, con uno mismo, con las cosas, con el arte; ocasión de admirar, de contrastar, de convivir con ideales y modelos de vida que esculpen el tiempo y a nosotros mismos, por impregnarnos la complejidad de argumentos, de interpretaciones, de la puesta en escena, de tantos aspectos que reflejan la realidad viva que nos atañe. |